Acompañamos al personal sanitario del Hospital Puerta de Hierro para mostrar su labor en las unidades de pacientes contagiados por COVID, durante el Día Internacional de la Enfermería.
El taxi me deja en la puerta del hospital Puerta de Hierro. El edificio no me es extraño puesto que hace pocas semanas estuve realizando allí un reportaje sobre el concierto que la ONG Músicos por la Salud ofreció allí en streaming con la actuación de Kiko Veneno y otros artistas que, desde sus casas, ofrecieron su música para dar ánimos al personal sanitario. Hoy, coincidiendo con el Día Internacional de la Enfermería, me dispongo a averiguar cómo es una jornada de estos profesionales que se han estado dejando la piel durante la presente crisis sanitaria.
La responsable de comunicación me guía por los pasillos del complejo mientras me explica amablemente los protocolos a seguir y los profesionales con los que estaré en contacto en cada departamento para que todo salga bien. Mi destino es una unidad de pacientes contagiados por COVID-19, gestionada por la Doctora Elena Muñez, médica de la unidad de enfermedades infecciosas del hospital. En esta “unidad COVID” se encuentran pacientes con comorbilidad, es decir, personas que padecen diversas enfermedades y coronavirus, simultáneamente. Los nuevos protocolos del hospital exigen que estos enfermos sean ubicados en unidades aisladas del resto de enfermos para evitar el contagio.
Para poder pasar a “zona sucia” –así denominan a las áreas donde se encuentran los enfermos infectados- es necesario ataviarse con bata y mascarilla. Mientras Mario, uno de los doctores de la unidad, me ayuda a vestirme, me explica cómo el personal de enfermería se reparten las tareas por bloques para minimizar el tiempo que deben usar los trajes EPI, pues estos trajes aislantes aumentan el cansancio y la deshidratación. Reparto de medicación, toma de constantes, medición de glucosa en sangre ante de los desayunos, las curas… todo se hace por rondas y de forma ordenada.
Cámara en mano, entro en el pasillo por el que se accede a todas las habitaciones. Percibo un cierto olor a lejía mientras observo cómo las enfermeras y auxiliares van entrando y saliendo de las habitaciones. Una línea roja en el suelo marca la separación entre la zona sucia y la zona limpia. Antes de salir de la zona contaminada es necesario desprenderse del traje EPI siguiendo un riguroso protocolo. Muchos de los trabajadores no tenían al comienzo de la crisis sanitaria mucha experiencia en estos procedimientos así que el hospital realizó diversos cursos formativos y puso a disposición del personal información y vídeos a través de una aplicación móvil.
–¿Habéis visto que sólo queda un mono? –Oigo decir a una doctora–.
–¿Cómo? –responde alguna compañera–.
–Que este es último EPI que hay.
–¿De verdad?
– Sí, de verdad
Por su gesto de sorpresa, deduzco que es algo puntual dentro de la escasez de material que, aún hoy, acusan los centros hospitalarios.
En general, reina la tranquilidad. Las enfermeras realizan su trabajo en un relativo silencio solo interrumpido por la voz de una señora que periódicamente grita: “¡Agua, por favor!”. Tras horas trabajando allí, acabaré deduciendo que aquella señora no necesitaba agua y solo quería ser visitada.
Siguiendo a Esther, una de las enfermeras, entro en la habitación de Reina, una de las pacientes de la unidad.
–¿Cuántos años tiene usted, Reina? –pregunta la sanitaria–.
–62 años, y pienso llegar a 103 –responde la señora, con acento venezolano y
una inconfundible simpatía latina–.
Según me cuenta Reina, la trasladaron a planta ayer, después de un largo periodo en la UCI “luchando contra la muerte”, como ella dice. “Es un personal excelente, he tenido todas las atenciones. Con su colaboración y con mi esfuerzo hemos conseguido superar esto un poco”. Las piernas le duelen mucho, al parecer el COVID puede afectar al sistema nervioso y ese fue el motivo por el que acudió inicialmente a su centro médico, porque no podía caminar bien.
A lo lejos, se vuelve a oír: “¡Agua!”.
El siguiente paciente que visito se llama Ángel. Con voz débil y respiración entrecortada me cuenta que le han operado de cáncer de pulmón “por fumar”, y ese proceso se complicó al contraer paralelamente el coronavirus en el propio centro antes de que los hospitales comenzasen a implementar medidas especiales de control epidemiológico.
Le comento que estoy realizando un reportaje sobre la labor del personal de enfermería y me responde que está contentísimo con el trato recibido en la Seguridad Social. Con voz débil y tono entusiasta, me dice que los jóvenes deberíamos luchar por defenderla. “¡Que no os la quiten! Si un obrero como yo tuviese que pagarse una habitación en un hospital durante tantos días y todas las pruebas que me han hecho a mí, no podría” –inspira un poco después de cada pequeña frase–. Añade que los políticos, todos, están desarmándola y que los jóvenes tenemos un mal futuro si esto sigue así. En algún momento cambia de tema para decir con los ojos llorosos que le han permitido que su mujer le vea un rato cada día y que eso le alegra el día. “Son muchos años juntos ya”.
Entonces llega Salvador, el fisioterapeuta que le ayuda en su recuperación.
–¿Cómo está usted, Ángel?
–Pues contándolo, que no es poco. Estaba diciéndole a este fotógrafo que debéis luchar por la pública, pero no hay ningún político de fiar.
–Pues yo le digo una cosa, Ángel: hay partidos políticos que defienden la Sanidad Pública y otros que la deterioran, así que está en nuestra mano elegir a unos o a otros.
–¿Y me puedes decir cuáles son unos y otros?, responde incrédulo el paciente.
–Pues los que la deterioran son el PP, Ciudadanos y Vox. Esa pregunta era muy fácil, venga, otra. –Nos echamos a reír–.
En ese momento veo a través de la ventana que afuera aterriza un helicóptero y, acto seguido, trasladan a una persona en camilla al hospital.
Salgo al pasillo central y una escena llama mi atención tras una puerta abierta. Una enfermera da de comer a un paciente y lo hace con máxima dulzura. “¿Te apetece un poco más, cariño? Así, muy bien…”. Al rato llega otra enfermera para llevarlo a rayos y por el camino me confiesa que esto es lo peor que ella ha vivido en toda su vida laboral. “¿Por el miedo?”, le pregunto. “No, el miedo lo dejas en la puerta del hospital, es por todo lo que hemos visto”.
Tras unas horas en las que he podido conocer el funcionamiento de la unidad, es el momento de visitar la UCI, una pieza fundamental en el funcionamiento de hospital, imprescindible para entender las graves consecuencias a las que algunos se han visto abocados por culpa de la pandemia.
Al entrar, mientras me colocan una nueva bata, observo que la distribución de los pacientes allí es distinta, ya no hay habitaciones que les proporcionen cierta privacidad, sino que se encuentran en cabinas contiguas las cuales disponen de una pared de cristal orientada a la sala principal desde donde el personal de enfermería, al otro lado de la línea roja, supervisa permanentemente el estado de todos ellos. Varios monitores, muestran las constantes vitales de cada paciente y se puede oír una constante musiquilla formada por pitidos y tintineos de numerosos aparatos a los que se encuentran conectados los pacientes, muchos de los cuales permanecen inconscientes o semiconscientes por la sedación suministrada para facilitar la función de los respiradores artificiales.
Es la hora del cambio de turno así que hay cierto trasiego de personal entrando y saliendo. En pocos minutos, las enfermeras se han reunido en círculo para ponerse al día sobre la evolución de los pacientes y organizarse en la realización de tareas.
En una de las cabinas, encuentro a un hombre, relativamente joven, que parece encontrarse un buen estado así que me acerco a él. Se llama Diego y es de Fuenlabrada. Es un tipo simpático y me cuenta que lleva ya 65 días en UCI y que el 60 % de ese tiempo ha estado sedado. Hace algún tiempo le habían detectado un mieloma y tenía ya fecha para un trasplante de células el 22 de abril pero antes de llegar ese día ingresó por positivo en coronavirus y su cuadro clínico se fue complicando hasta que sufrió una trombosis. “Estuve más pa’llá que pa’cá”, asegura. Lo ha pasado mal y puede hablar gracias a una traqueotomía. Afortunadamente, mañana pasa a planta. “Me imagino que allí tendré televisión y podré usar el teléfono porque estoy aislado y no me entero de nada, me viene del carajo esa canción de Sabina, Quién me ha robado el mes de abril […] Estuvieron aquí unos periodistas haciendo un reportaje como tú y les hice así –hace un gesto mostrando los pulgares hacia arriba– y por lo visto he salido veinticinco veces en la tele haciendo eso. Imagino que buscaban a alguien positivo en medio de esta puta desgracia […] A mí me gusta vivir experiencias nuevas, pero no es necesario pasar por todas, esta me la podría haber saltado, la verdad”. Le pregunto qué es lo que recuerda de los días que ha pasado en la UCI. “Pues todo lo que te cuente es mentira porque me han tenido que inyectar todo tipo de drogas y he estado alucinando”. Diego me cuenta lo importante que está siendo para él la atención sanitaria y creí conveniente sacar a colación la conversación que unas horas antes había tenido en planta con Ángel y Salvador, el fisio, sobre la Sanidad Pública. “Menuda ruina soy yo –exclama Diego– llevo en tratamiento desde septiembre por el cáncer y ahora esto, imagínate qué cantidad de personal, medicamentos, y pruebas me han hecho. Si tuviese que pagar todo eso en la sanidad privada, estaría muerto. El trato de los profesionales sanitarios ha sido muy bueno, están muy entregados porque tu salud es su éxito y a ellos lo que les reconforta es verte salir de aquí por tu propio pie”.
Aparecen un enfermero y una enfermera. “¡Diego, anda que no tienes ganas de salir de aquí! No veas lo malito que has estado, pensábamos que no salías, pero sí, ha habido suerte”, dice él. Se suman a nuestro debate sobre qué pasaría si nuestro sistema sanitario no fuese público. “Pues que la mayoría nos íbamos a ir al más allá”, dice la enfermera sin dudar lo más mínimo. Comenta también sobre el desabastecimiento de productos sanitarios: “En este hospital hemos sido afortunados porque no se han producido las carencias que hemos visto en otros hospitales. Teníamos que controlar mucho el gasto, aprovechar las mascarillas más de lo recomendado, lavábamos las batas y las dejábamos tendidas ahí, en ese rincón, pero no nos faltaban”.
Antes de despedirme de Diego le pido que me deje hacerle una foto y los dos convenimos que lo más conveniente sería no estropear esa fama de optimismo de la que los medios se habían hecho eco días atrás. Levantó los pulgares y yo disparé.
Un chico que andaba por allí cerca enfrascado en sus labores se percató de que le estaba fotografiando y sonrió. “Te he fotografiado a traición”, le dije. “¡No pasa nada!”, respondió entre risas. Me agradeció la labor informativa que realizo y yo, deduciendo por su indumentaria que era celador, le respondí: “Bueno, vuestro trabajo sí que es comprometido. Hace pocos días falleció un compañero tuyo, ¿le conocías?”. Me dijo que sí, que era del turno de tarde y que estaba muy enfadado por lo ocurrido. Gonzalo –así se llama– me cuenta que pertenece al comité de empresa en el hospital por CGT y está muy sensibilizado con el asunto. Me dice que Javier Ruiz Gallardo, su compañero fallecido, se tuvo que encargar del traslado de los exitus (pacientes fallecidos) por coronavirus, los cuales portan una gran carga viral, sin embargo, el contrato laboral de los celadores pertenece al convenio de limpieza. Me explica que, al estar externalizada la plantilla de celadores, no es el hospital sino una empresa privada la responsable de sus contratos y sus condiciones laborales.
También se queja de las decisiones que el Gobierno de la Comunidad de Madrid está tomando respecto a las contrataciones de personal sanitario durante la pandemia. Después de las críticas que Ayuso recibió por no garantizar la continuidad de estos 8.000 profesionales, tuvo que rectificar, asegurando que les será renovado el contrato hasta el mes de diciembre. Lo que no ha dicho, según me cuenta Gonzalo, es que ya no se les proporcionará alojamiento en hoteles como se había venido haciendo hasta ahora por lo que, a partir de la semana que viene, deberán buscar alojamiento. “A ver quién quiere compartir un piso con un sanitario a día de hoy”, dice Gonzalo con gesto de resignación.
A medida que voy acompañando a enfermeros y auxiliares durante su labor, comprendo la dificultad que entraña trabajar con los EPI, las gafas, los guantes, las dobles mascarillas… Pasan mucho calor y se apresuran para poder pasar a zona limpia lo antes posible.
Rocío, una de estas profesionales, me cuenta que antes trabajaban con miedo porque aún no sabían bien cómo se comportaba el virus. “Tenías que vernos, si alguien se dejaba abierta la puerta de una de las cabinas, nos poníamos todas a gritar: ¡Cierra la puerta, cierra la puerta! pero ahora trabajamos más tranquilas y no medimos el tiempo que tenemos que pasar con los pacientes, lo único malo es la incomodidad del traje”. Al verla trabajar con uno de sus pacientes pude comprobar que, efectivamente, ya trabajaba con mucha serenidad: “Juan Luís, tienes que comer para ponerte bien pronto, que tus nietos están preguntando por ti, ¿vale?”.
Hablo con Marina, médico del hospital. Me dice que ahora están más tranquilos pero que, al ser tan alta la capacidad de contagio del virus, el colapso en todos los hospitales fue tremendo. En referencia a esa afirmación, le pregunté si ella pensaba que el problema se habría visto aminorado de no haberse producido tantos recortes presupuestarios en sanidad durante los últimos años, a lo que la doctora me respondió que si los hospitales hubiesen dispuesto de las plantillas de trabajadores completas, probablemente las labores se habrían asumido de forma más desahogada. Se queja además de que en la Comunidad de Madrid andan más cortos de personal que en otras regiones.
A pesar de las comodidades de este moderno complejo hospitalario y del buen trato recibido por sus profesionales, debo reconocer que al finalizar mi visita ya sentía la necesidad de salir a respirar aire en el exterior. Tal vez fuese por no estar acostumbrado a ver tan de cerca la crudeza de la enfermedad, o quizás –y más probable– el motivo de mi cansancio viniese provocado por tantos testimonios que convergen en una sensación de total incertidumbre respecto al futuro de la Sanidad que, si bien no dejará de ser pública en unas semanas, no puede negarse que los recortes, las privatizaciones y las externalizaciones son constantes embistes que no hacen ningún bien a su carácter público y, no lo olvidemos, a su universalidad.