Acompañamos al personal sanitario del Hospital Puerta de Hierro para mostrar su labor en las unidades de pacientes contagiados por COVID, durante el Día Internacional de la Enfermería.
El taxi me deja en la puerta del hospital Puerta de Hierro. El edificio no me es extraño puesto que hace pocas semanas estuve realizando allí un reportaje sobre el concierto que la ONG Músicos por la Salud ofreció allí en streaming con la actuación de Kiko Veneno y otros artistas que, desde sus casas, ofrecieron su música para dar ánimos al personal sanitario. Hoy, coincidiendo con el Día Internacional de la Enfermería, me dispongo a averiguar cómo es una jornada de estos profesionales que se han estado dejando la piel durante la presente crisis sanitaria.
La responsable de comunicación me guía por los pasillos del complejo mientras me explica amablemente los protocolos a seguir y los profesionales con los que estaré en contacto en cada departamento para que todo salga bien. Mi destino es una unidad de pacientes contagiados por COVID-19, gestionada por la Doctora Elena Muñez, médica de la unidad de enfermedades infecciosas del hospital. En esta “unidad COVID” se encuentran pacientes con comorbilidad, es decir, personas que padecen diversas enfermedades y coronavirus, simultáneamente. Los nuevos protocolos del hospital exigen que estos enfermos sean ubicados en unidades aisladas del resto de enfermos para evitar el contagio.
Para poder pasar a “zona sucia” –así denominan a las áreas donde se encuentran los enfermos infectados- es necesario ataviarse con bata y mascarilla. Mientras Mario, uno de los doctores de la unidad, me ayuda a vestirme, me explica cómo el personal de enfermería se reparten las tareas por bloques para minimizar el tiempo que deben usar los trajes EPI, pues estos trajes aislantes aumentan el cansancio y la deshidratación. Reparto de medicación, toma de constantes, medición de glucosa en sangre ante de los desayunos, las curas… todo se hace por rondas y de forma ordenada.
Cámara en mano, entro en el pasillo por el que se accede a todas las habitaciones. Percibo un cierto olor a lejía mientras observo cómo las enfermeras y auxiliares van entrando y saliendo de las habitaciones. Una línea roja en el suelo marca la separación entre la zona sucia y la zona limpia. Antes de salir de la zona contaminada es necesario desprenderse del traje EPI siguiendo un riguroso protocolo. Muchos de los trabajadores no tenían al comienzo de la crisis sanitaria mucha experiencia en estos procedimientos así que el hospital realizó diversos cursos formativos y puso a disposición del personal información y vídeos a través de una aplicación móvil.
–¿Habéis visto que sólo queda un mono? –Oigo decir a una doctora–.
–¿Cómo? –responde alguna compañera–.
–Que este es último EPI que hay.
–¿De verdad?
– Sí, de verdad
Por su gesto de sorpresa, deduzco que es algo puntual dentro de la escasez de material que, aún hoy, acusan los centros hospitalarios.
En general, reina la tranquilidad. Las enfermeras realizan su trabajo en un relativo silencio solo interrumpido por la voz de una señora que periódicamente grita: “¡Agua, por favor!”. Tras horas trabajando allí, acabaré deduciendo que aquella señora no necesitaba agua y solo quería ser visitada.
Siguiendo a Esther, una de las enfermeras, entro en la habitación de Reina, una de las pacientes de la unidad.
–¿Cuántos años tiene usted, Reina? –pregunta la sanitaria–.
–62 años, y pienso llegar a 103 –responde la señora, con acento venezolano y
una inconfundible simpatía latina–.
Según me cuenta Reina, la trasladaron a planta ayer, después de un largo periodo en la UCI “luchando contra la muerte”, como ella dice. “Es un personal excelente, he tenido todas las atenciones. Con su colaboración y con mi esfuerzo hemos conseguido superar esto un poco”. Las piernas le duelen mucho, al parecer el COVID puede afectar al sistema nervioso y ese fue el motivo por el que acudió inicialmente a su centro médico, porque no podía caminar bien.
A lo lejos, se vuelve a oír: “¡Agua!”.
El siguiente paciente que visito se llama Ángel. Con voz débil y respiración entrecortada me cuenta que le han operado de cáncer de pulmón “por fumar”, y ese proceso se complicó al contraer paralelamente el coronavirus en el propio centro antes de que los hospitales comenzasen a implementar medidas especiales de control epidemiológico.
Le comento que estoy realizando un reportaje sobre la labor del personal de enfermería y me responde que está contentísimo con el trato recibido en la Seguridad Social. Con voz débil y tono entusiasta, me dice que los jóvenes deberíamos luchar por defenderla. “¡Que no os la quiten! Si un obrero como yo tuviese que pagarse una habitación en un hospital durante tantos días y todas las pruebas que me han hecho a mí, no podría” –inspira un poco después de cada pequeña frase–. Añade que los políticos, todos, están desarmándola y que los jóvenes tenemos un mal futuro si esto sigue así. En algún momento cambia de tema para decir con los ojos llorosos que le han permitido que su mujer le vea un rato cada día y que eso le alegra el día. “Son muchos años juntos ya”.
Entonces llega Salvador, el fisioterapeuta que le ayuda en su recuperación.
–¿Cómo está usted, Ángel?
–Pues contándolo, que no es poco. Estaba diciéndole a este fotógrafo que debéis luchar por la pública, pero no hay ningún político de fiar.
–Pues yo le digo una cosa, Ángel: hay partidos políticos que defienden la Sanidad Pública y otros que la deterioran, así que está en nuestra mano elegir a unos o a otros.
–¿Y me puedes decir cuáles son unos y otros?, responde incrédulo el paciente.
–Pues los que la deterioran son el PP, Ciudadanos y Vox. Esa pregunta era muy fácil, venga, otra. –Nos echamos a reír–.
En ese momento veo a través de la ventana que afuera aterriza un helicóptero y, acto seguido, trasladan a una persona en camilla al hospital.
Salgo al pasillo central y una escena llama mi atención tras una puerta abierta. Una enfermera da de comer a un paciente y lo hace con máxima dulzura. “¿Te apetece un poco más, cariño? Así, muy bien…”. Al rato llega otra enfermera para llevarlo a rayos y por el camino me confiesa que esto es lo peor que ella ha vivido en toda su vida laboral. “¿Por el miedo?”, le pregunto. “No, el miedo lo dejas en la puerta del hospital, es por todo lo que hemos visto”.
Tras unas horas en las que he podido conocer el funcionamiento de la unidad, es el momento de visitar la UCI, una pieza fundamental en el funcionamiento de hospital, imprescindible para entender las graves consecuencias a las que algunos se han visto abocados por culpa de la pandemia.
Al entrar, mientras me colocan una nueva bata, observo que la distribución de los pacientes allí es distinta, ya no hay habitaciones que les proporcionen cierta privacidad, sino que se encuentran en cabinas contiguas las cuales disponen de una pared de cristal orientada a la sala principal desde donde el personal de enfermería, al otro lado de la línea roja, supervisa permanentemente el estado de todos ellos. Varios monitores, muestran las constantes vitales de cada paciente y se puede oír una constante musiquilla formada por pitidos y tintineos de numerosos aparatos a los que se encuentran conectados los pacientes, muchos de los cuales permanecen inconscientes o semiconscientes por la sedación suministrada para facilitar la función de los respiradores artificiales.
Es la hora del cambio de turno así que hay cierto trasiego de personal entrando y saliendo. En pocos minutos, las enfermeras se han reunido en círculo para ponerse al día sobre la evolución de los pacientes y organizarse en la realización de tareas.
En una de las cabinas, encuentro a un hombre, relativamente joven, que parece encontrarse un buen estado así que me acerco a él. Se llama Diego y es de Fuenlabrada. Es un tipo simpático y me cuenta que lleva ya 65 días en UCI y que el 60 % de ese tiempo ha estado sedado. Hace algún tiempo le habían detectado un mieloma y tenía ya fecha para un trasplante de células el 22 de abril pero antes de llegar ese día ingresó por positivo en coronavirus y su cuadro clínico se fue complicando hasta que sufrió una trombosis. “Estuve más pa’llá que pa’cá”, asegura. Lo ha pasado mal y puede hablar gracias a una traqueotomía. Afortunadamente, mañana pasa a planta. “Me imagino que allí tendré televisión y podré usar el teléfono porque estoy aislado y no me entero de nada, me viene del carajo esa canción de Sabina, Quién me ha robado el mes de abril […] Estuvieron aquí unos periodistas haciendo un reportaje como tú y les hice así –hace un gesto mostrando los pulgares hacia arriba– y por lo visto he salido veinticinco veces en la tele haciendo eso. Imagino que buscaban a alguien positivo en medio de esta puta desgracia […] A mí me gusta vivir experiencias nuevas, pero no es necesario pasar por todas, esta me la podría haber saltado, la verdad”. Le pregunto qué es lo que recuerda de los días que ha pasado en la UCI. “Pues todo lo que te cuente es mentira porque me han tenido que inyectar todo tipo de drogas y he estado alucinando”. Diego me cuenta lo importante que está siendo para él la atención sanitaria y creí conveniente sacar a colación la conversación que unas horas antes había tenido en planta con Ángel y Salvador, el fisio, sobre la Sanidad Pública. “Menuda ruina soy yo –exclama Diego– llevo en tratamiento desde septiembre por el cáncer y ahora esto, imagínate qué cantidad de personal, medicamentos, y pruebas me han hecho. Si tuviese que pagar todo eso en la sanidad privada, estaría muerto. El trato de los profesionales sanitarios ha sido muy bueno, están muy entregados porque tu salud es su éxito y a ellos lo que les reconforta es verte salir de aquí por tu propio pie”.
Aparecen un enfermero y una enfermera. “¡Diego, anda que no tienes ganas de salir de aquí! No veas lo malito que has estado, pensábamos que no salías, pero sí, ha habido suerte”, dice él. Se suman a nuestro debate sobre qué pasaría si nuestro sistema sanitario no fuese público. “Pues que la mayoría nos íbamos a ir al más allá”, dice la enfermera sin dudar lo más mínimo. Comenta también sobre el desabastecimiento de productos sanitarios: “En este hospital hemos sido afortunados porque no se han producido las carencias que hemos visto en otros hospitales. Teníamos que controlar mucho el gasto, aprovechar las mascarillas más de lo recomendado, lavábamos las batas y las dejábamos tendidas ahí, en ese rincón, pero no nos faltaban”.
Antes de despedirme de Diego le pido que me deje hacerle una foto y los dos convenimos que lo más conveniente sería no estropear esa fama de optimismo de la que los medios se habían hecho eco días atrás. Levantó los pulgares y yo disparé.
Un chico que andaba por allí cerca enfrascado en sus labores se percató de que le estaba fotografiando y sonrió. “Te he fotografiado a traición”, le dije. “¡No pasa nada!”, respondió entre risas. Me agradeció la labor informativa que realizo y yo, deduciendo por su indumentaria que era celador, le respondí: “Bueno, vuestro trabajo sí que es comprometido. Hace pocos días falleció un compañero tuyo, ¿le conocías?”. Me dijo que sí, que era del turno de tarde y que estaba muy enfadado por lo ocurrido. Gonzalo –así se llama– me cuenta que pertenece al comité de empresa en el hospital por CGT y está muy sensibilizado con el asunto. Me dice que Javier Ruiz Gallardo, su compañero fallecido, se tuvo que encargar del traslado de los exitus (pacientes fallecidos) por coronavirus, los cuales portan una gran carga viral, sin embargo, el contrato laboral de los celadores pertenece al convenio de limpieza. Me explica que, al estar externalizada la plantilla de celadores, no es el hospital sino una empresa privada la responsable de sus contratos y sus condiciones laborales.
También se queja de las decisiones que el Gobierno de la Comunidad de Madrid está tomando respecto a las contrataciones de personal sanitario durante la pandemia. Después de las críticas que Ayuso recibió por no garantizar la continuidad de estos 8.000 profesionales, tuvo que rectificar, asegurando que les será renovado el contrato hasta el mes de diciembre. Lo que no ha dicho, según me cuenta Gonzalo, es que ya no se les proporcionará alojamiento en hoteles como se había venido haciendo hasta ahora por lo que, a partir de la semana que viene, deberán buscar alojamiento. “A ver quién quiere compartir un piso con un sanitario a día de hoy”, dice Gonzalo con gesto de resignación.
A medida que voy acompañando a enfermeros y auxiliares durante su labor, comprendo la dificultad que entraña trabajar con los EPI, las gafas, los guantes, las dobles mascarillas… Pasan mucho calor y se apresuran para poder pasar a zona limpia lo antes posible.
Rocío, una de estas profesionales, me cuenta que antes trabajaban con miedo porque aún no sabían bien cómo se comportaba el virus. “Tenías que vernos, si alguien se dejaba abierta la puerta de una de las cabinas, nos poníamos todas a gritar: ¡Cierra la puerta, cierra la puerta! pero ahora trabajamos más tranquilas y no medimos el tiempo que tenemos que pasar con los pacientes, lo único malo es la incomodidad del traje”. Al verla trabajar con uno de sus pacientes pude comprobar que, efectivamente, ya trabajaba con mucha serenidad: “Juan Luís, tienes que comer para ponerte bien pronto, que tus nietos están preguntando por ti, ¿vale?”.
Hablo con Marina, médico del hospital. Me dice que ahora están más tranquilos pero que, al ser tan alta la capacidad de contagio del virus, el colapso en todos los hospitales fue tremendo. En referencia a esa afirmación, le pregunté si ella pensaba que el problema se habría visto aminorado de no haberse producido tantos recortes presupuestarios en sanidad durante los últimos años, a lo que la doctora me respondió que si los hospitales hubiesen dispuesto de las plantillas de trabajadores completas, probablemente las labores se habrían asumido de forma más desahogada. Se queja además de que en la Comunidad de Madrid andan más cortos de personal que en otras regiones.
A pesar de las comodidades de este moderno complejo hospitalario y del buen trato recibido por sus profesionales, debo reconocer que al finalizar mi visita ya sentía la necesidad de salir a respirar aire en el exterior. Tal vez fuese por no estar acostumbrado a ver tan de cerca la crudeza de la enfermedad, o quizás –y más probable– el motivo de mi cansancio viniese provocado por tantos testimonios que convergen en una sensación de total incertidumbre respecto al futuro de la Sanidad que, si bien no dejará de ser pública en unas semanas, no puede negarse que los recortes, las privatizaciones y las externalizaciones son constantes embistes que no hacen ningún bien a su carácter público y, no lo olvidemos, a su universalidad.
La alarmante precariedad en diversos colectivos ciudadanos de Lavapiés durante el estado de alarma ha propiciado que los vecinos y asociaciones del barrio cooperen entre sí a través de la nueva plataforma Lavapiés Cuidando del Barrio (La CuBa). Este colectivo ha sido creado a raíz de que detectasen una gran demanda de alimentos entre los numerosos vecinos que han perdido sus fuentes de ingresos.
Algunas de las entidades que suman fuerzas a este proyecto solidario son Dragones de Lavapiés, que de forma muy temprana detectaron estas necesidades entre las familias de la zona; Cuidados Madrid Centro, que desde el inicio del estado de emergencia viene realizando una importante labor al realizar la compra o cualquier otra gestión a personas que no pueden salir a la calle; y Un Micro para el Sahara, que está canalizando donaciones económicas.
Estas y otras, como el Banco de Alimentos del Barrio, La Farmacia de Lavapiés o Plaza Solidaria, han centrado su logística en el espacio cedido por Teatro del barrio, Una sala dedicada principalmente a las artes escénicas, conocida por su recio compromiso social que, no pudiendo ofrecer su programa cultural, ha convertido sus dependencias en centro de coordinación, almacén y lugar de reparto para las familias receptoras.
Con las butacas replegadas, ahora los focos del escenario iluminan una puesta en escena muy diferente: Mesas y estantes repletos de alimentos ordenados por género y listos para ser donados y menús cocinados en el restaurante La Lorenza. Mientras, un trasiego de voluntarios que realizan labores de inventariado, comunicación, atención a los vecinos, etc…
El fruto de todo ese trabajo se traduce en alrededor de cien menús diarios, cien personas que tendrán acceso a una comida digna.
Creo que nadie duda a estas alturas que, atendiendo a la solidaridad vecinal que uno puede encontrar en los diferentes barrios de la capital, Lavapiés ocupa un digno lugar. Ni si quiera la dichosa gentrificación parece haber logrado mermar esa especie de… cómo llamarlo… esa predisposición a mantener una identidad de barrio, siempre basada en el apoyo mutuo. Tal vez sea su famosa interculturalidad uno de los acicates que promueven tal actitud.
Me viene a la cabeza mi último viaje por el Atlas, un territorio donde uno puede encontrar constantes muestras de hospitalidad, sorprendentes para un europeo y que sólo tienen explicación si se tiene en cuenta el pasado nómada de los bereberes. También, y en un sentido contrario, estoy pensando en un inquietante documental que vi hace un par de años, titulado La teoría sueca del amor. Una pieza basada en el estilo de vida del país escandinavo en la que su autor parece dejar entrever que el alto nivel de vida de sus habitantes ha propiciado un fuerte aislamiento que, entre otras cosas, acabará por provocar –pido disculpas por el spoiler– que muchos ancianos mueran en la más absoluta soledad. Digo inquietante porque sólo la omnipresente cultura capitalista daría a todo ello una explicación apenas tranquilizadora, ¿o es que sólo la necesidad nos impulsa a mantener lazos afectivos? Sea como fuere, migración y necesidad son dos ingredientes que nunca faltaron en la gastronomía de Lavapiés.
La cuestión es que este barrio, diría que para bien, cuenta con vecinos provenientes de unos 88 estados y, algo que es aún más relevante, no están aquí para hacer turismo sino para ganarse la vida. Aquí no hay jeques árabes llegados en yate –permitidme la simpleza– aquí hay moros contra los que levantamos alambradas. También senegaleses, muchos vecinos procedentes de ese país se ganan la vida con la manta, jugando incansablemente al escondite con la Policía. Y no podemos olvidar la comunidad bangladesí, que regenta una parte de las tiendas de comestibles y restaurantes. Mención especial habría que hacer a los lateros ‘bangla’, ¿quién no recurre a ellos en esas calurosas noches de verano, en la escalinata de la plaza de Arturo Barea?
Gente humilde, al fin y al cabo y, en este contexto que describo, llega el coronavirus. Y parece obvio que el forzoso confinamiento –sí, voluntario, pero forzoso– no será llevadero para estas economías precarias de las que hablo, así que no queda otra que activar los mecanismos de solidaridad en las diferentes comunidades.
Me llegan rumores de que los Dragones de Lavapiés, el equipo de fútbol juvenil del barrio ha convertido su local en una suerte de despensa donde están almacenando alimentos procedentes de donativos particulares para apoyar a los colectivos más desfavorecidos del barrio, así que me dispongo a visitarles. Al llegar, me saluda Lucía, quien está en la puerta atendiendo las llegadas. Ya habíamos coincidido antes por el barrio pero no la reconocí inicialmente por la mascarilla. Dentro, veo a una vecina de origen árabe introduciendo en su carro de la compra algunos alimentos que va seleccionando de entre los productos que hay repartidos por la sala: Leche, pasta, latas de conserva… Al fondo, dos hombres comentan frente al ordenador una tabla Excel.
Casualmente, allí encuentro también a Rabi, un precoz activista nacido en Bangladés al que conocí hace tiempo cuando, a sus 16 años, ya estaba involucrado de pleno en diversos movimientos sociales. Le pedí que me pusiera en contacto con la comunidad bangladesí y me acompañó a la mezquita Baitul Mukarram donde precisamente en ese momento se estaba haciendo un reparto de alimentos entre los vecinos. No olvidemos que la mayoría de los bangladesíes profesa esa religión. De hecho, días atrás estuve fotografiando la oración Yumu’ah del viernes que dedicaron desde sus negocios y balcones a los profesionales sanitarios.
Allí estaba Mohammad Fazle Elahi, presidente de la Asociación Valiente Bangla a quien ya he fotografiado sosteniendo la pancarta de cabecera de más de una manifestación antirracista. Tras más de diez años en España, es una persona muy respetada por sus paisanos en el barrio. Me cuenta que se han organizado para que quienes tengan negocios más prósperos, hagan aportaciones que sirvan de alivio a los familiares y amigos a los que el confinamiento ha dejado sin lo mínimo para ir tirando. Me descalzo y entro en el templo. Sobre la moqueta roja, veo que han colocado ordenadamente alimentos de uso cotidiano. Garrafas de aceite, sacos de patatas, pan, arroz, huevos, son algunos de los productos donados que llenan el mismo espacio en que semanas atrás, el imán predicaba a sus fieles que, si alguien posee 40 monedas, puede quedarse con 39 pero al menos una ha de ser destinada a quien más lo necesite. Esta enseñanza no parece distar mucho del controvertido precepto católico de la caridad, pero creo que no es el momento de hacer un análisis puntilloso de la moral religiosa.
Aunque en principio estos donativos están destinados a paliar los efectos del confinamiento en los grupos más frágiles de la comunidad bangladesí, en el rato que pasé allí haciendo fotografías, pude ver a Elahi dar un saco de patatas a una vecina marroquí y llevando bolsas de pan a la Asociación de los Inmigrantes Senegaleses (Aise), que tiene su sede a pocos metros de la mezquita. Puede percibirse en el ambiente un cierto nerviosismo. A una mujer se le rompe la caja de cartón en que transportaba varios kilos de comida y, mientras tanto, la policía se esmera en que todos mantengan una distancia mínima de seguridad.
Según me cuentan, en Valiente Bangla están realizando también una difícil labor de traducción e interpretación al asistir a vecinos que no hablan castellano ya que no quieren que se repita un hecho tan trágico como el reciente fallecimiento de Mohamed Abul Hossain, quien murió en su domicilio por COVID-19 tras seis días esperando una asistencia médica que nunca llegó.
Me alejo del ajetreo de las bolsas de comida y las largas colas para visitar a unos vecinos que me abrirán sus puertas con el objeto de mostrar su realidad. Se trata de un grupo de diez personas procedentes de Bangladés que conviven en un piso cercano. Amablemente me acompañan a su casa y me invitan a pasar. Me disculpo por no darles la mano, dadas las circunstancias, y tímidamente voy pidiendo permiso para realizar algunas fotos mientras converso con ellos. Siento que estoy invadiendo su intimidad porque todas las estancias de la casa son usadas como dormitorios y allí estoy yo, con mi cámara, pero a medida que me muevo entre las camas, me sonríen y no percibo que estén incómodos.
Inconscientemente, tal vez por la luz que entra por los balcones de lo que debería haber sido la sala de estar, permanezco en ese lugar más tiempo que en el resto de la casa y algunos se sientan sobre los colchones que hay alrededor de mí. Las paredes están desnudas, salvo por algunos cables de electricidad y todo está bastante ordenado. Charlamos un rato y las barreras idiomáticas no impiden que nos entendamos sin mucha dificultad.
Casi todos ellos consiguen escasos ingresos mediante la venta ambulante de latas ya que, al no haber obtenido el permiso de residencia, no pueden aspirar a ningún trabajo legal. El negocio de las latas, según me aclaran, no es muy rentable ya que sólo los fines de semana se hace algo de dinero. Entresemana, tratan de compensar las bajas ganancias vendiendo en Sol esas características hélices luminosas que lanzan al aire. Nazrul me cuenta que él sí trabaja en establecimientos y que, de no ser por el estado de alarma decretado, ahora ya habría viajado a Palma de Mallorca para hacer allí la temporada turística como en años anteriores. Mientras charlo con ellos, me pregunto si estarán pagando un alquiler muy alto ya que en Lavapiés apenas quedan pisos a un precio razonable. No tardan en confirmarme que no es barato y no confían en que su casero vaya a bajar el precio durante este duro periodo, así que su única opción es optimizar el espacio al máximo, introduciendo unas tres camas en cada habitación. La convivencia estos días debe estar siendo especialmente difícil.
A pesar de las dificultades que encuentran para obtener los ansiados papeles, hablan de España en un tono positivo. Dicen que no es el país europeo más difícil para conseguir la regularización y, mientras me lo dicen, observo que hay una bandera rojigualda colgada del balcón. “Está ahí desde los últimos mundiales” me aclara uno de ellos sonriendo. Lo que más parece dolerles es que la Policía les confisque las latas cuando tratan de venderlas por las calles pues esto supone para ellos una pérdida difícil de remontar.
Me despido de ellos para dirigirme a la Aise, donde los vecinos de Senegal están haciendo cola para abastecerse de alimentos ya que los responsables de la asociación han logrado crear una caja de resistencia a través de un crowdfunding que lanzaron en redes sociales la semana pasada.
Su portavoz, Cheikh Ndiaye, me cuenta que está en contacto con familias que atraviesan un momento crítico. Denuncia que para un senegalés es muy difícil regularizar su situación. Uno de los requisitos es que puedan demostrar arraigo (estancia continuada de 3 años dentro del Estado), “¿y de qué vives mientras tanto? Ahora dicen que van a regularizar los papeles de muchos migrantes porque necesitan mano de obra en el campo durante el confinamiento. Esto muestra la falta de humanidad y la mala gestión de los gobiernos de este país. Ayer murió un vecino de Senegal que tenía menos de 50 años, dejando a su pareja embarazada de ocho meses. Se contagió en un hospital, nosotros no somos ajenos a esta enfermedad, nos toca a todos”. Insiste en la necesidad que han sentido de aliarse entre ellos: “Somos todos uno, somos una comunidad. Todo se cuece en una misma olla”.
Llego a las puertas cerradas del Ateneo Cooperativo Nosaltres y, tal como habíamos acordado, hago una llamada perdida a Guille, que me espera dentro. Son las 11 de la mañana y es extraño ver la verja bajada a esa hora, como raro es también ver las calles de Lavapiés tan solitarias. Repartidores en bici, algún perro tirando de su dueño y, eso sí, una larga cola de vecinos, separados por un par de metros entre sí, que rodea la manzana del Carrefour de la plaza. Poco más.
Guille tarda pocos segundos en salir a mi encuentro. Me invita a entrar al local a través del portal de vecinos contiguo, nunca había entrado por ahí a Nosaltres. Bajamos al sótano y, entre maniquíes de madera, perchas y cintas métricas, entramos en el espacio que gestiona el colectivo de costura y reciclaje Cósetelo tú. Mientras le retrato con mi cámara, él secciona grandes pliegos de tela azul con su cortadora eléctrica y me cuenta cómo surgió la idea de fabricar mascarillas para prevenir contagios por COVID-19.
Resulta que tomó la idea de un colectivo alicantino que las había fabricado para un hospital de allí. “El material que usamos, de polipropileno, no está técnicamente homologado pero allí el departamento de Medicina Preventiva le dio el visto bueno, así que…”. Ante la total incapacidad de la industria para cubrir la demanda de estos nasobucos, diversos colectivos como Cósetelo tú se han puesto manos a la obra para tratar de aminorar el desabastecimiento entre la ciudadanía. Aunque la mayor parte de las mascarillas que se comercializan no son EPI y, por tanto, no garantizan la protección contra el virus, sí parece que pueden aminorar el riesgo de transmisión por microgotas de saliva.
Una vez que Guille termina de cortar los tejidos en fragmentos iguales, se dispone a repartirlos entre varias vecinas del barrio que se han ofrecido para confeccionar el producto, siguiendo el patrón indicado. De esta primera remesa, saldrán 500 unidades y ya hay prevista una próxima tirada de 900. Han pensado en todo, también en la esterilización, así pues, cuando reciban todas las mascarillas acabadas, procederán a desinfectarlas con productos adecuados antes de su distribución.
Mientras me explica el proceso, recibo un mensaje de whatsapp de uno de los responsables del colectivo Cuidados Centro. Es uno de los muchos colectivos de apoyo mutuo que se han creado en los barrios de la ciudad para atender, aun a riesgo de contagio, las necesidades de ciudadanos que, confinados en sus casas, no pueden salir a la calle para hacer gestiones básicas como la compra de alimentos o fármacos. Según me dicen, les ha parecido buena mi proposición de documentar la labor que realizan, así que me cito con Sara, una de sus integrantes. Ella también vive en Lavapiés y va a salir a hacer la compra.
La ruta comienza en el mercado de San Antón. Sara elige fruterías y pequeños comercios, dejando para el final el supermercado, donde comprará lo indispensable. Entre foto y foto, me cuenta por el camino que pertenece al jardín comunitario Esta es una Plaza, un lugar agradable en el barrio donde la gente comparte la crianza de los niños, una cerveza o las labores del huerto urbano. Hablamos de esta locura que está ocurriendo y de cómo ha afectado a familias precarias. Me cuenta que Los Dragones de Lavapiés, el equipo de fútbol del barrio, está ofreciendo su local para almacenar donaciones de alimentos y distribuirlas entre quienes lo necesitan. En concreto, la comunidad bangladesí lo está pasando mal.
Saliendo de la panadería, Sara asegura que, dentro de lo malo, esta es una buena oportunidad para crear tejido social, integrando a personas que no serían accesibles en otras circunstancias pues, cuando surgen necesidades, las relaciones sociales se intensifican. Me sorprendió ―o no tanto― saber que su colectivo está compuesto exclusivamente por mujeres, a pesar de que el género no es un requisito para participar.
Finalmente llegamos a la puerta de la casa de Juan, el destinatario de la compra. Siempre manteniendo varios metros de distancia, me cuenta que es asmático y que por eso ha considerado que salir a la calle sería para él un riesgo excesivo. Es joven, muy agradable, y se le ve hastiado por tantos días de confinamiento. Nos despedimos de él.
También me escriben desde la Red de cuidados Chamberí. Yo no lo sabía pero resulta que en esa plataforma participa Teresa, una chica muy simpática a la que conozco hace años por haber colaborado en colectivos como Holes in the Borders (cooperando con los solicitantes de asilo en Madrid y Atenas) o No Somos Delito (contra la “Ley Mordaza”).
Mientras la acompaño con mi cámara al hombro, me cuenta que es importante para ellos no mostrarse como héroes ni aceptar un roll asistencialista. “Tratamos de suplir las carencias que están aflorando durante esta crisis sanitaria, pero a la vez denunciamos que esto ocurre por los grandes recortes efectuados sobre los servicios sociales y las ayudas a la dependencia”. Según me cuenta, sólo en el barrio de Chamberí, hay 6 grupos de cuidados que suman, en total, a 116 participantes y esto va en aumento. Entre risas, me confiesa que ya hay más voluntarios que perceptores de la ayuda. Llegamos a la casa de una vecina.
―¿Cómo vamos, Belén?
―Bien… Poquito a poco ―responde una señora mayor con la voz apocada, probablemente pronunciando sus primeras palabras del día.
―¡Bueno, esperemos que esto acabe pronto!
―Creo que aún queda un poco ―dice la señora con resignación― ¿Cuánto ha sido?
―22 euros. ¿Vive sola?
―Sí
―Puede llamarnos cuando quiera, si necesita otra compra o si le apetece hablar con alguien ―le dice Teresa en un tono dulce, ligeramente distorsionado por la mascarilla.
Aunque Chamberí no se caracteriza por la precariedad, sí que alberga vecinos en situaciones complejas, ya sea por problemas económicos o por la soledad.
Tratan de pasar desapercibidos estos voluntarios pero, en una de las calles del barrio, algunos vecinos no han podido evitar dedicar desde sus balcones los aplausos a la Red de cuidados.
Tantos voluntarios, tantos colectivos solidarios repartidos por la capital y a lo largo del Estado… raro sería que no haya surgido ya una plataforma digital que ofrezca a todas estas iniciativas la posibilidad de ofrecer su ayuda a la ciudadanía. Efectivamente, un par de preguntas a voluntarios me bastarán para descubrir que mi sospecha no era descabellada. Frena la curva es el nombre de la página web que ha tratado de dar cobertura digital a todas las personas que quieran aportar su granito de arena en esta lucha para que nadie se encuentre desamparado. Nació en tan sólo 48 horas e inicialmente se trataba de un proyecto impulsado por el Gobierno de Aragón, aunque rápidamente pasó a ser de gestión ciudadana.
Igual que todos los caminos lleva a Roma, todos los hashtags me llevan a Patricia, una amiga de los tiempos del 15-M que actualmente es responsable de redes en este proyecto. Me invita a su ático, desde donde está realizando sin descanso ―y en confinamiento― su tarea.
―Hola Patricia, no te doy dos besos porque…
―Je, je, je, no, mejor lo dejamos para otro momento.
Tengo poco tiempo para realizar la fotografía porque Patricia tiene que comenzar una videoconferencia así que voy un poco acelerado. Mientras mido la luz de la habitación, veo en la pantalla de su ordenador el mapa de frenalacurva.net, con sus características chinchetas repartidas sobre él. Este mapa sirve para geolocalizar cada uno de los ofrecimientos o necesidades que los ciudadanos publican. Sí, también necesidades, porque además de voluntarios, también se pueden registrar en la web personas que demandan algún tipo de asistencia. Cada una de estas personas, ya sean voluntarios o demandantes, se muestran en el mapa con forma de chincheta y, con un clic de ratón, podemos obtener sus datos de contacto. Estas chinchetas están diferenciadas por colores según se trate de una necesidad propia, una necesidad de intermediación o un ofrecimiento. Una cuarta tipología son los denominados servicios públicos, Patricia resalta la importancia de esta modalidad. Se trata de funcionarios que, aun estando exentos de ir a trabajar, ofrecen gratuitamente asesoramiento sobre cómo realizar gestiones online en los diferentes organismos públicos. Esto es especialmente valorado ya que hay mucha confusión respecto a la forma de proceder, ahora que buena parte de las administraciones permanecen cerradas. Solicitar la ayuda por desempleo, trámites de Hacienda, etc… Los administradores del proyecto, que también trabajan de forma altruista, se afanan en que no haya ningún anuncio que esté asociado a un interés económico.
En total, 2.734 ofrecimientos de ayuda recoge la web en ese momento. Parece que, una vez más, internet está ofreciendo grandes posibilidades para canalizar la solidaridad popular. Cuando voy saliendo de la casa de Patricia, se percata de que me había dejado en el suelo mi acreditación de prensa.
―¡Uf! Me has ahorrado una multa ―le digo.
―O tener que volver a subir tres pisos sin ascensor ―me responde riendo.
De camino a casa, me llega por un grupo de Whatsapp la noticia algo farragosa de que la presidenta de la Comunidad de Madrid se ha retractado de la autorización y validación que emitió su Gobierno días atrás para aceptar las donaciones de material que diferentes colectivos están fabricando con impresoras 3D para suplir la falta de suministros que los hospitales vienen sufriendo por el desabastecimiento de viseras protectoras, fungibles de los aparatos respiradores, etc… Según Díaz Ayuso, el problema radica en la falta de homologación de los productos pero, más que prohibir expresamente, se han limitado a anular su propia autorización. Mientras tanto, desde el Ministerio de Sanidad, advierten que las competencias para emitir tal homologación no recaen sobre la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) sino que es el Instituto Nacional de Seguridad en el Trabajo (INSST) quien debe asumir tal acometido puesto que los equipos de protección individual no son productos sanitarios. Nadie quiere hacerse responsable ya que temen ser demandados si algún médico cae enfermo. Mientras el Gobierno de la Comunidad de Madrid y el Ministerio de Sanidad se pasan la patata caliente, Los makers y los sanitarios permanecen en estrecha relación y no han cesado su actividad pues opinan que, más allá de disquisiciones políticas, siempre estarán mejor protegidos usando ese material. Dadas las circunstancias, parece obvio que no sería razonable rechazar el ansiado material de protección para médicos y enfermeras por una mera cuestión burocrática. Esta polémica me incitó a ponerme en contacto con el colectivo Coronavirus Makers, el cual reúne a miles de particulares diseminados por el Estado que están fabricando productos con sus impresoras 3D domésticas. Se comunican a través de grupos de Telegram y crean grandes redes, en Madrid incluso están segregados por barrios para facilitar la comunicación. Entrar en cualquiera de esos grupos es volverse loco con infinidad de mensajes sobre dudas técnicas, peticiones de archivos STL (los utilizados por este tipo de impresoras) o debates sobre qué modelos de visera está obteniendo mejores resultados.
Me pongo en contacto con Javier, uno de los miembros del grupo en el que he entrado, quien se ofrece amablemente a que le visite en su casa. Vive sin niños ni ancianos, lo cual favorece que nuestro encuentro sea distendido aunque, por precaución, no me olvido de ponerme la mascarilla. “Pasa al laboratorio” me dice irónicamente mientras abre la puerta de una de las habitaciones de su casa. Allí está la impresora 3D desplazando su inyector de lado a lado para formar una de las piezas de una visera. Le pregunto si él produce la visera completa y me confiesa que lo ha intentado pero hasta ahora no ha logrado tener en casa todos los productos necesarios. La mayoría de los ‘makers’ forman parte de una cadena de montaje: unos imprimen la diadema, otros cortan la pantalla de acetato transparente, otros realizan el ensamblaje, otros se encargan de la desinfección y, finalmente se procede a la distribución por los hospitales o centros de atención que lo hayan demandado. El proceso de impresión es muy lento ya que, al no tratarse de maquinaria industrial, se necesita alrededor de hora y media en obtener una sola pieza. En algunos departamentos de universidades, donde se dispone de varias máquinas y modelos más “profesionales” los tiempos se reducen sensiblemente. Algo más de tiempo ha necesitado Javier pues, según cuenta, su gato se ha comido en alguna ocasión el filamento que usa la máquina, así que debe mantenerlo apartado. Me despido de él y de su pareja.
En mi recorrido a través de diversos colectivos solidarios, he podido comprobar que son muchos los que no han dudado en fortalecer lazos cooperativos para no dar la espalda a los más vulnerables. Son conscientes de estar supliendo las funciones que el Estado, en buena medida, hubiese podido garantizar de no haberse impuesto duros recortes en la sanidad pero ahora es momento de salir de esta situación entre todos y ya llegará el momento de exigir responsabilidades. El Gobierno, pese a las drásticas medidas adoptadas para hacer frente a la crisis, a duras penas logra dotar a los hospitales del número de profesionales que hubiésemos encontrado en un día normal hace años, antes de los recortes. De las condiciones en que están trabajando estos sanitarios, mejor no hablar.
Entre tanto, lejos de la romantización del confinamiento, varias organizaciones trabajan ya para evitar que esta situación de colapso sea utilizada para restringir derechos de cara al futuro, para vulnerar la intimidad de los ciudadanos o para legitimar las políticas más represivas. Parece que este drama -no olvidemos que es un drama- ha podido abrir pequeñas brechas en el sistema, tanto a nivel institucional como en las relaciones interpersonales y, tal vez, esté en manos del pueblo disputar en qué dirección se producen los cambios que, según parece, se irán produciendo a medida que vayamos superando este acontecimiento sin precedentes.
Juan Zarza
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Me levanto de la cama con la resaca de las carreras y el humo de ayer y me digo: “Voy a acercarme por la plaza, a ver cómo está el barrio”. Por el camino, mientras voy sacando la cámara de la mochila, una señora se dirige a mí: “¡Otra vez la están liando en la Plaza de Cabestreros!, ¡Sacadlo, que lo vea todo el mundo!”.
Comienzo a correr cuesta arriba mientras pienso que, tal vez, esa señora no está de acuerdo con las protestas y ha buscado mi complicidad pues cree que trabajo para ‘ese tipo de medios’. Tal vez por eso no ha querido referirse a la Plaza Cabestreros por su nombre actual: Plaza de Nelson Mandela. Continuo, veo las lecheras, un periodista sostiene un micrófono a través de los barrotes de una ventana mientras un vecino dice desde dentro: “A ver, llevan aquí muchos años y nunca han dado problemas”. Entonces llego a la plaza y veo que la Policía se está retirando ante unas doscientas personas que les increpan. Caen dos o tres piedras. Al parecer, ha llegado el embajador de Senegal en un coche de lujo y se lo han tenido que llevar escoltado pues los senegaleses del barrio no han reaccionado muy amablemente a la visita. La cosa se tranquiliza un poco y entablo conversación con un gambiano al que ya había visto alguna vez por el barrio. Me habla sobre Mame Mbaye Ndieye: “Era artista, era mi amigo, muy buena gente, de esas personas que son buenas de verdad. Nunca se metía en problemas y ponía paz si se encontraba con algún conflicto entre vecinos. Jugaba conmigo al futbol en la cancha y también salía a veces a correr, muy fuerte y deportista. Después de 14 años en España, aún tenía que ganarse la vida con la manta. ¿Es eso democracia?”. Hablamos sobre la posible repercusión que tendrá esto sobre el proceso de gentrificación del barrio. Veo que hay alboroto en otro extremo de la plaza, un senegalés recrimina a unas periodistas de Telemadrid las falsedades que están contando.
Ellas no dejan de repetirle: “Claro, claro, pues cuéntanos tu versión y así la gente podrá conocerla”. Se me revuelven las tripas así que me voy. Poco después, un par de chicos que están por allí, escupen y empujan al periodista Nacho Pulido, de Cuatro, por tratar de dar una noticia mientras sostenía en la mano uno de los adoquines que los vecinos habían tirado la noche anterior a la Policía. Los dos chicos son blancos. Mientras el periodista aduce que en la noticia anterior había mostrado una pelota de goma lanzada por la Policía, varios negros del barrio le apartan para que la tensión no aumente. Un vecino se asoma a su balcón y grita: “¡Ningún ser humano es ilegal!” a lo que la gente de abajo responde coreando la misma frase. Los presentes de raza negra se agrupan en el centro de la plaza y, alternando el castellano con otros idiomas, convocan una protesta pacífica a las seis de la tarde. Me voy a casa para descansar un poco. Por el camino, una chica con una aparatosa rodillera y una muleta se cruza por la acera con un anciano, muy anciano, que camina apoyándose sobre un bastón y le dice: “¡Hoy vamos los dos igual!”. La chica sonríe: “Es verdad”.
Refugiados sirios parten hacia sus lugares de destino.
Fue a principios del pasado mes de septiembre, en la plaza de Agustín Lara, donde activistas y vecinos del barrio de Lavapiés decidieron reunirse por primera vez, de forma espontánea, para tratar posibles vías de apoyo a los migrantes sirios que, aún hoy, chocan contra las fronteras europeas en una desesperada huida de la guerra que ya perdura más de 4 años en su país. Bajo las ruinas restauradas de un edificio que recuerda los efectos de la guerra civil que asoló España, esta incipiente asamblea valoraba que quizás había llegado el momento de arremangarse y asumir que la sociedad no podía seguir dando la espalda al conflicto sirio, una guerra enquistada y alimentada por el autoritario Bashar Al Asad, aferrado al poder.
Las redes sociales y algunos medios de comunicación comenzaban aquellos días a mostrar imágenes de las precarias condiciones en que eran acogidos en el ‘campamento de retención’ de Rözske las familias sirias que lograban llegar a Hungría atravesando su frontera con Serbia. Esto ocurría antes de que las autoridades de dicho país decidieran bloquear esta entrada mediante una valla de concertinas construida por presidiarios, y dispersar con camiones de agua a presión a quienes tratasen de atravesarla. Por otro lado, se producía en el Mediterráneo una terrible oleada de muertes de migrantes que, en manos de mafias sin escrúpulos, fracasaban en su intento de arribar a las costas de Europa. Sabemos que otros han optado por la ruta del norte de África, recorriendo Egipto, Libia y Argelia para tratar finamente de entrar a Europa a través de Ceuta y Melilla. Ante esta dramática situación y quedando patente la vergonzosa lentitud por parte de los gobiernos europeos para dar soluciones reales a este éxodo y cumplir con los acuerdos en materia de derechos humanos, se improvisaba en Lavapiés esta asamblea, con la intención de crear en Madrid una red ciudadana que tratase de paliar el deficiente servicio que las instituciones públicas ofrecen a estas personas.
La primera propuesta consensuada por este grupo consistió en convocar una manifestación en el centro de la capital para visibilizar el problema y lanzar un mensaje a la sociedad. Bajo el lema “por una política europea responsable, bienvenidos refugiados”, alrededor de 7.000 personas asistieron a dicha protesta, que estuvo respaldada por la Asociación de Apoyo al Pueblo Sirio (AAPS) y que finalizó a las puertas del Ministerio de Asuntos Exteriores. Con excepción del grupo político Podemos, el resto de partidos y sindicatos decidieron no vincularse a esta iniciativa.
Hecho aquel llamado a la sociedad y a los gobernantes, esta red de acogida pasó a la acción. Tenían noticias de que un creciente flujo de migrantes, en su mayoría procedentes de Siria, hacía parada en Madrid para continuar hacia sus lugares de destino. Viendo que este podía ser un buen punto de partida para entrar en contacto con ellos y ofrecerles ayuda, se pusieron manos a la obra. Así nace la red de acogida ciudadana.
Ahora, un mes después de aquella primera reunión, este colectivo cuenta con unos 400 miembros que se coordinan a través de grupos en redes sociales para distribuir tareas y trabajar por turnos en los principales lugares de recepción. Portando carteles con la frase “Bienvenidos refugiados, podemos ayudaros” escrita en lengua árabe, se sitúan en los principales puntos de llegada desde el sur. Cada día, decenas de personas, no sin ciertas reticencias por miedo a que se trate de una trampa y acaben siendo deportados, aceptan el ofrecimiento y solicitan la ayuda de estos activistas. Comida, alojamiento o asesoramiento sobre transportes son algunas de las necesidades que manifiestan los viajeros.
La red de acogida ciudadana ha elaborado un listado de personas dispuestas a ofrecer alojamiento temporal en sus propias casas a estos refugiados – los calificaré así a pesar de que aún no han obtenido tal consideración por parte del Gobierno de España –. En este colectivo, advierten, no se hace distinción alguna entre las diferentes nacionalidades o motivaciones que han empujado al migrante a desplazarse hacia Europa. Así pues, si bien un refugiado sirio lo es por motivos políticos, aseguran que los migrantes africanos que llevan años tratando de saltar la valla de Melilla son ‘refugiados por motivos económicos’, defendiendo de este modo la libre circulación de personas, independientemente de su situación. No obstante, la mayoría de quienes son atendidos en el colectivo son de origen sirio y han solicitado asilo en los CETI (Centros de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Ceuta y Melilla, y disponen de un permiso temporal, expedido por la Jefatura Superior de Policía, para circular dentro del Estado español mientras esperan una respuesta a su solicitud.
Una relevancia particular han obtenido en esta red de acogida los traductores, los cuales realizan una labor indispensable: facilitar la comunicación entre los refugiados y los diferentes grupos de trabajo. Participan de forma directa en la toma de decisiones, pues disponen de una información de primera mano, lo que conlleva un elevado grado de implicación.
El grupo de intendencia, creado para gestionar principalmente alimentos, ropa de abrigo y productos de aseo ha recibido grandes aportaciones solidarias de particulares y ONG que han sido almacenadas en diferentes centros sociales autogestionados de la ciudad. Para transportar estos productos de primera necesidad a los puntos donde son requeridos, se ha elaborado también un listado de vehículos ofrecidos por ciudadanos.
Otros se dedican a prestar apoyo emocional a los recién llegados, dado el estado de agotamiento y vulnerabilidad en que llegan. El testimonio de los refugiados es a veces desgarrador. Algunos llevan ya cuatro años viajando por diferentes países. Adel, doctor especializado en dermatología, contaba en presencia de su hijo de 13 años cómo llegaron a apuntarle con una pistola en la cabeza. No explicó exactamente las circunstancias de tal suceso, pero sí aseguró que aquello le hizo tomar la decisión de exiliarse con su mujer, su madre y sus cuatro hijos. Sin perder ni un segundo la sonrisa, agradecía constantemente la comida que le ofrecían en su casa de acogida. Otros, con gestos, relataban los bombardeos que han sufrido en sus propias casas y que han mutilado y matado a muchos. Ocasionalmente, cuando llegan los refugiados al punto de bienvenida, abrazaban llorando a los activistas al ver que les estaban recibiendo desinteresadamente. Para muchos de ellos, su última estancia fue en un CETI donde tuvieron que esperar hasta tres meses para que les fuese concedido el permiso para circular por España, conocido como ‘tarjeta roja’. Allí, según cuentan, las condiciones son pésimas. Aseguran que estos centros cuadruplican su capacidad y no están en absoluto preparados para albergar familias con niños. Algunas de estas personas llegan a Madrid completamente arruinadas, puesto que han tenido que pagar grandes cantidades a las mafias, reservando plazas en embarcaciones ilegales en la costa de Libia o comprando su colaboración para cruzar la frontera de Marruecos con España. Así pues, conscientes de las duras condiciones en que han realizado ese largo viaje, los miembros de la red se esfuerzan en hacerles sentir bien, deseando que su estancia en Madrid sea lo más confortable posible.
Tras este mes de desenfrenada actividad, en el que algunos activistas se han volcado con los refugiados ofreciendo todo lo que tienen, la red de acogida exige a las instituciones que se comprometan y adapten sus servicios a esta nueva situación que, lejos de mejorar, parece que irá en aumento durante los próximos meses. Ni SAMUR, dependiente del Ayuntamiento, ni Emergencias Sociales de la Comunidad de Madrid han sido capaces hasta la fecha de actuar con eficacia. Falta de habitaciones para alojar a los afectados, problemas para suministrarles alimentos y larguísimas esperas han sido problemas habituales desde que los responsables políticos comenzaran tímidamente a hacerse cargo del asunto.
Por ello, la red de acogida ciudadana, la cual cree que la solución pasa necesariamente por un aumento de la implicación de las instituciones, se ha reunido recientemente con Marisol Frías Martín, responsable de los Servicios Sociales de Madrid, y se espera con cierto escepticismo que en los próximos días SAMUR corrija estas deficiencias.
Texto y fotografía: Juan Zarza
La Feria Internacional de Arte Contemporáneo Arco Madrid, que se celebra anualmente en la capital, abrió ayer sus puertas en IFEMA, entidad organizadora del evento. El evento ha coincide con la Semana de la Educación que también tiene lugar estos días en el recinto ferial. Precisamente estos dos sectores fueron los más castigados por la subida del impuesto sobre el valor añadido (IVA) que el Gobierno del Partido Popular llevó a término el 1 de septiembre de 2012, consistiendo en un incremento del 8 al 21% en el caso de la compra de obras de arte y entradas a espectáculos y un aumento del 4 al 21% para los libros de texto.
Ante la fuerte caída de las ventas de obras de arte en el Estado español y en el extranjero, por la dificultad para ofrecer precios asumibles por el mercado internacional, el Ministerio de Hacienda anunció el pasado mes de enero su intención de bajar el IVA en las compras de obras de arte del 21 al 10%, lo cual previsiblemente mejorará las expectativas de esta feria y de los profesionales del arte, aunque no satisface por completo la bajada al 4% inicial que desde 2012 reclamaba en bloque el sector, saliendo a manifestarse a la calle en numerosas ocasiones.
Tras los resultados de Arco Madrid en 2013, cuya baja asistencia de galerías españolas fue sólo parcialmente compensada por un leve aumento de participación extranjera, esta trigésimo tercera edición, al mando de Carlos Urroz y con un presupuesto de 4,5 millones de Euros, apuesta por no aumentar el espacio destinado a los stands de las galerías (casi la mitad que en el año 2007). El precio del pase para un día oscila entre 23 euros (para estudiantes) y 40 euros. El visitante podrá ver la muestra de 219 galerías procedentes de 23 países y asistir a diversas actividades como el XII Foro de Expertos y los Encuentros Profesionales.
Dentro de la feria se observa que las galerías participantes siguen apostando por obras muy matéricas y costosas producciones de artistas cotizados, sólo asequibles para un público con alto poder adquisitivo. Se observa una reducción en el número de obras con contenido electrónico e informático, aunque se mantienen las instalaciones lumínicas cuyo origen procede de finales de los años 40.
Entre los artistas representados, se puede observar una cierta línea reivindicativa centrada en el activismo y en las consecuencias de la crisis del ladrillo provocada por la burbuja inmobiliaria española desde el año 2006, algo paradójico puesto que Arco Madrid cuenta con la colaboración de Fundación Banco Santander, La Caixa, Banco Sabadell y Bankia. No se puede hablar en general de obras muy innovadoras en técnica o concepto pero sí, al menos, de un alto contenido crítico con los poderes políticos.
En esta línea, cabría destacar a Héctor Zamora que propone una videoinstalación en la que varios obreros se pasan ladrillos unos a otros a modo de cadena de producción, aunque esta cadena tiene un recorrido circular por lo que cada ladrillo acaba por regresar al obrero inicial, quedando así dislocado el sentido de producción.
Adrian Melis ha fingido ser un comprador de inmuebles para poder acceder a las viviendas que los bancos españoles han expropiado a familias. Desde las ventanas de esas casas ha tomado fotografías del entorno y son esas imágenes las que expone superponiendo un rótulo con la fecha del lanzamiento y el nombre del banco que expropió la vivienda.
Tratando de señalar a otros posibles responsables de la actual precariedad española, Riiko Sakkinen, que se define como “artista y disidente”, finlandés y residente en España desde hace diez años, muestra un cartel luminoso que reza: “Escribid a Papá Noel y pedid trabajo”. El artista explica a DISO Press que el Comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de Europa, Olli Ilmari Rehn, es también finlandés y cree que tiene responsabilidad en las medidas económicas que están afectando a España. La vinculación del personaje de Papá Noel con Finlandia da significado a la pieza.
Isidoro Valcárcel Medina, a sus 76 años, trata de forma menos directa la cuestión de la propiedad privada hilvanando sutilmente con una cuerda el exterior y el interior de una casa. Se trata de una pieza de video arte y en ella filma los planos, en los que figura dicha cuerda.
Aludiendo a cuestiones más autorreferenciales, Alfredo Jaar, artista, arquitecto y cineasta chileno, escribe con luces de neón la fórmula «Cultura = capital”, prestándose a la polémica que suscitan las diferentes interpretaciones posibles de la pieza.
Eugenio Merino, absuelto por un juez de las acusaciones recibidas por la Fundación Francisco Franco a causa de su polémica obra ‘Always Franco’, no duda este año en plagar de cristales de Swarovski la popular máscara de Anonymous en una clara alusión a la calavera fabricada con platino y diamantes del autor Damien Hirst (“For the Love of God”). En palabras del propio artista: “Esta es la máscara de aquellos que nos exprimen y nos explotan a través de nuestra confianza. La máscara de lobbies y religiones, de medios de comunicación, del poder económico. La máscara de nuestros antagonistas, igual que la nuestra pero convertida en joya y lujo, símbolo del declive de nuestra sociedad”.
Por último, en el terreno de la confrontación entre los movimientos sociales y el Estado, cabe destacar la obra de Democracia, colectivo radicado en Madrid y compuesto por Iván López y Pablo España. Con fotografías de policías antidisturbios en gran formato, los autores exhiben mensajes como: “Citizens are born and die without having conquered their right to live” (Los ciudadanos nacen y mueren sin haber conquistado su derecho a vivir) o “We protect you from yourselves” (Les protegemos de ustedes mismos).
Hasta el domingo, fecha en que el evento cerrará sus puertas, Arco Madrid ofrecerá al visitante numerosas charlas, presentaciones y performances.
Texto y fotografía: Juan Zarza
Podría decirse que 2013 fue en España el año de los escraches a pesar de que no muchos habían oído alguna vez esta palabra por aquél entonces. El término, proveniente del lunfardo, fue popularizado por los argentinos tras la dictadura militar del 76 para referirse a «una forma de denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o de corrupción».
Fue la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), la encargada de dar a conocer en el Estado español esta forma de protesta social que abriría un profundo debate en los medios de comunicación sobre la legitimidad de la misma y se convertiría en un quebradero de cabeza para la clase política y, en particular, para los responsables del Gobierno del Partido Popular.
En medio de un dramático panorama en el que aumentaba el número de personas que, sin casa e incapaces de gestionar su precaria situación familiar, optaban por poner fin a su vida, la PAH continuaba su lucha en varios frentes. Por un lado, trataban de paralizar los desahucios mediante la resistencia pasiva frente a los cuerpos policiales en los ya conocidos Stop Desahucios y, en una línea más diplomática, recogían firmas para impulsar una ILP (Iniciativa Legislativa Popular) lo que suponía una penetración de la lucha de los movimientos sociales en la política institucional. El 12 de febrero de aquél año, sin perder un ápice de la actitud desobediente que había llevado a la plataforma a ganar el respeto de una buena parte de la ciudadanía en las calles, Ada Colau asistía al Congreso de los Diputados en representación de más de 1.400.000 ciudadanos que habían decidido rubricar a favor de este paquete de medidas urgentes contenidas en la ILP para hacer frente a la emergencia habitacional y la pobreza energética.
El efecto que los tristes suicidios causaban sobre la opinión pública pudo ser determinante para que, a pesar del largo y permanente posicionamiento que el PP había mantenido en contra de cualquier medida que supusiese poner freno a los desahucios, en el último instante cambiasen de opinión y aceptasen llevar a trámite la iniciativa popular. Era una victoria agridulce puesto que el sentir generalizado entre los activistas era de incredulidad y asumían con resignación – luego se demostraría que no les faltaba razón- que el Gobierno acabaría por no llevar a cabo estas medidas y que únicamente estábamos asistiendo a una pantomima cuya finalidad era que los votantes creyesen que tenían un gobierno que ‘escucha a su pueblo’.
Y fue en esa tensa coyuntura cuando la PAH decidió ejercer presión valiéndose de los escraches para mirar directamente a la cara de los responsables políticos en cuyas manos estaba solucionar o no la sangrante situación de miles de familias. Que la ILP llegase a buen puerto podía depender en buena medida de la presión que se ejerciese en el terreno de lo personal y los activistas no estaban por la labor de desperdiciar ninguna oportunidad de señalar a quienes no adoptaban una postura clara respeto al problema. Ya no se conformaban con bonitas palabras que nunca se transformaban en medidas reales.
En Madrid, donde la lucha por una vivienda digna es compartida entre la PAH y las diferentes asambleas de vivienda, el pistoletazo de salida tuvo lugar en Vallecas. Ante la clara criminalización que los miembros del PP estaban infligiendo sobre la PHA y su portavoz, Ada Colau –recordemos que la Delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, llegó a calificarla de ‘filoetarra’-, más de un centenar de activistas, algunos de ellos ataviados con disfraces de presidiario y pancartas con el lema «Stop criminalización», se concentraron en la Junta Municipal de dicho barrio para ‘escrachar’ a Eva Durán, diputada del Partido Popular y Presidenta del Distrito de Puente de Vallecas.
A este escrache le sucedieron otros, cada vez más multitudinarios, como los realizados contra Mari Luz Bajo, Beatriz Rodríguez-Salmones, Jesús Posada o Cristóbal Montoro. Los propios ciudadanos se ponían en contacto con la plataforma para informar sobre el lugar donde residían los políticos y así facilitar que se pudiesen llevar a cabo estas acciones.
Particularmente polémico fue el escrache que tuvo lugar ante el domicilio de Soraya Sáenz de Santamaría. El 5 de abril, cientos de personas acudieron a la cita difundida por las redes sociales. Los antidisturbios de la Policía Nacional no pudieron organizar el operativo con suficiente antelación puesto que, al igual que en los demás escraches, el llamamiento que se hacía en internet no citaba a los asistentes en el lugar exacto del domicilio sino en otro punto de la ciudad del que partiría la protesta y tampoco se concretaba qué político sería objeto de la protesta. De esta manera, los ciudadanos se dieron cita en una plaza aledaña y posteriormente fueron guiados hacia la casa de la vicepresidenta del Gobierno. Una vez allí, a excepción de un par de personas que, sin hacer uso de la violencia, colocaron unas pegatinas en la fachada, el resto se mantuvo a unos metros mientras oían a algunos afectados por la hipoteca contar sus tragedias personales a través del megáfono. Cuando ya los asistentes dieron por finalizada la concentración y se alejaron del lugar, comenzaron a aparecer los furgones policiales que, al parecer, no habían logrado seguir a la muchedumbre mientras giraban inesperadamente por unas u otras calles camino de la vivienda de la Señora Sáenz. Al llegar y ver que los manifestantes ya se marchaban sin haber realizado el más mínimo acto violento, echaron a correr tras de ellos y lograron retenerlos. El resultado de esta intervención, como es ya habitual en las protestas sociales en el Estado español, fueron detenciones, identificaciones, agresiones y un sinfín de imágenes de violencia repartidas por los medios de comunicación que disuadían a los ciudadanos de participar en estas convocatorias. En este mismo sentido y ante las dificultades que el Gobierno encontraba para criminalizar a unos manifestantes que simplemente se concentraban a las puertas de un domicilio, cantaban unas consignas y se marchaban sin más, el marido de Soraya interpuso ante los juzgados una denuncia sustentada en la violencia con que su hijo supuestamente vivió el escrache al asomarse por la ventana de la casa y ver a tanta gente afuera. Difícilmente se llegará a saber algún día si eso era cierto pero en cualquier caso, parecía lógico que los manifestantes estuviesen más preocupados por los miles de niños de familias en riesgo de exclusión social cuyo futuro sigue siendo hoy muy incierto.
Cierto que la violencia física no es la única forma de violencia posible y qué duda cabe que ser escrachado puede no ser plato de buen gusto. Difícilmente podríamos negar que la aparición de los escraches en España abría las puertas a un debate legítimo o incluso necesario acerca de los límites que los ciudadanos tienen para influir en las decisiones de un parlamentario más allá de las urnas sin embargo, ese debate partiría de una premisa muy sesgada si no se tuviese en cuenta la enorme dificultad que hoy encuentra la sociedad civil para intervenir en un sistema político que ha logrado un alto grado de refinamiento en la labor de desproveer a ésta de herramientas reales de participación, por no hablar de la evidente desafección de los políticos actuales por los problemas del pueblo. La gente ya no se conforma con votar cada cuatro años y se palpa un ambiente de ‘no nos representan’. Y en este contexto, más que un ejercicio de violencia, podría decirse que los escraches consisten en trasladar el sentir de las mayorías a la puerta de quienes no quieren oír. Quienes definan al escrache como un acto violento, probablemente no sepan lo que es violencia. Y quizás algo así debió de interpretar el juez responsable del Juzgado de Instrucción nº 4 de Madrid cuando sobreseyó la denuncia interpuesta por el marido de Soraya Sáenz al considerar que «a la vista de los indicios recogidos y de las propias declaraciones de los perjudicados no encuentra en la conducta de los denunciados un grave atentado contra la libertad, intimidad y seguridad de la Vicepresidenta y su familia pues la finalidad de la concentración o escrache no era quebrantar por la fuerza la voluntad política de la Sra. Sáenz de Santamaría como miembros del Gobierno e integrante del Partido Popular, sino expresar en la vía pública la información y las ideas del colectivo concentrado sobre el problema de la ejecución hipotecaria y la crítica a la por ellos considerada inactividad de los políticos gobernantes, amparados en el derecho a la libre expresión y derecho de manifestación», añadiendo que «el derecho a la intimidad de la Vicepresidenta dado su carácter de persona pública dedicada a la gestión política, dicho derecho cede ante los antes expresados derechos colectivos». Esta fue otra de las innumerables victorias de los abogados de PAH, ALA y Legal Sol.
El trastorno que estaba ocasionando al Gobierno esta incómoda y novedosa forma de protesta hizo que el Ministerio de Interior tratase de salir al paso ordenando a la Policía medidas como prohibir los escraches a menos de 300 metros de un domicilio, lo cual contrastó con las declaraciones en días posteriores del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Gonzalo Moliner, quien afirmó que los escraches son «un ejemplo de libertad de manifestación».
Para hacer frente al desprestigio al que el Gobierno trataba de someter a la PAH, sus portavoces acudían a programas de televisión, los cuales ya no podían continuar silenciando el problema. La plataforma centraba su discurso en el hecho de que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea había declarado ilegal la normativa española sobre desahucios. Realizaban creativas campañas mediáticas en internet. Entre rostros de los afectados por la hipoteca, la hija de uno de ellos decía frente a la cámara: «Señor Rajoy, ¿Quiere usted pasar a la historia como el presidente que no paró los desahucios?». También incidían –y lo siguen haciendo hoy- en la singular dureza de la legislación española, la cual no permite que un deudor pueda saldar su deuda hipotecaria con la entidad bancaria entregando la vivienda y renunciando a la cantidad pagada hasta el momento, la llamada dación en pago que sí es practicada en la mayor parte de los países europeos y en los Estados Unidos. Otra de las personas que aparecía en el vídeo de la campaña decía: «Arrastraré de por vida una deuda que me condena a vivir fuera del sistema».
Sin embargo, la más difundida y sencilla de sus estrategias comunicativas fue la de los círculos verde («Sí se puede») y rojo («Pero no quieren») que aludían a los botones de votación en el hemiciclo y que estarían permanentemente presentes en los medios de comunicación durante largo tiempo, incluso manteniendo cierta vigencia en la actualidad.
La Plataforma logró la simpatía de ciudadanos que observaban una enorme distancia entre la solidaridad desinteresada de quienes formaban una barrera humana frente a la policía para impedir un desahucio y los miembros del Gobierno que reiteraban una y otra vez la odiosa y archiconocida frase «Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Todo esto salpicado de constantes escándalos de corrupción y una evidencia que ni el sistema más tecnocrático conseguiría ocultar: El Gobierno sirve a los intereses de los poderes financieros dando la espalda a la ciudadanía.
Hoy, cerca del final de esta legislatura, seguimos comprobando cómo el Gobierno no sólo mantiene de forma inflexible su permisividad hacia los bancos que continúan desahuciando mientras crece el número de viviendas vacías objeto de especulación sino que también reduce las posibilidades habitacionales de los más desfavorecidos vendiendo a fondos buitre el parque de vivienda pública que antes se usaba para paliar, que no solucionar, el grave problema en el que muchas familias se han visto inmersos por culpa de la crisis. Por si esto no fuese suficiente, como si de una broma de mal gusto se tratase, recientemente el PP ha anunciado su intención de aprobar la dación en pago para los emprendedores con el propósito de «evitar que se vean endeudados de por vida tras un posible fracaso empresarial». Un clasismo delirante que prioriza las cuestiones empresariales e ‘hipoteca’ el futuro de incontables familias trabajadoras.
Texto y fotografía: Juan Zarza